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               Retazos de un pelaje

               Un rayo de luz se filtró por la ventana del único cuarto que habita-
               ba, el reflejo pegó como un aguijón dañino en los párpados rendi-
               dos de José obligándolo a abrir los ojos después de una noche de
               ahogos que solo consiguieron alivio cuando con esfuerzo fue ex-
               pulsando la flema espesa y cetrina que le taponaba los bronquios
               sobre un diario viejo puesto en el piso a un lado de su cama.
               Achinó su mirada y recordó que debía arreglar esa cortina que
               había desprendido tres de sus ganchos cuando lo sostuvo en pie
               aquella tarde en que el aire no llegaba nunca a sus pulmones y
               salió a buscarlo a la ventana arrebatando el viento, casi muerto.
               Lo recordaba bien porque había sido un octubre húmedo y lluvioso
               justo después de aquel feroz invierno que sin aviso le quitó para
               siempre a su compañera y lo obligó a vivir con la intención de no
               querer hacerlo.
               Sin poder levantar aún su cabeza, hizo una inspección desde su
               almohada, a través de las nubes de sus ojos notó que el sol no lo
               molestaba, señal que el tiempo había pasado.
               De derecha a izquierda repasó, la mesa de luz sobre ella un velador
               desnudo, y una radio, un ropero abierto con tres perchas, una silla
               con ropa apilada, un cuadro con dos caras esfumadas, una mancha
               deforme de humedad, y de nuevo la ventana.
               Corrió la manta y descubrió su cuerpo, una bolsa de huesos defor-
               mados, un penacho de pelos en el pecho, una colección de plie-
               gues y lunares, y allá más cerca que lejos sus pies mal adornados
               por sus uñas retorcidas y amarillas.
               Encogió sus piernas una a una, sus brazos y sus manos respon-
               dieron tardíos, cada movimiento friccionaba su osamenta seca y
               hacia brotar un sonido crujiente que atravesaba su manchada y
               transparente piel.
               Al verse vivo esbozó una mueca de disgusto.
               Otro día más y todo seguía como lo había dejado.
                                               Carlos Antonio Munassian
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